domingo, 27 de abril de 2008

Últimas horas en Palermo

25 de abril, Día de la Liberación. Mercadillo de la Piazza Marina, fotos antiguas, discos de vinilo, insignas comunistas y nazis, revistas viejas, monedas y billetes, facsímiles de mapas y grabados, vetustas lámparas de mesita de noche, muñecos descuajeringados, una imitación de Stratocaster sin cuerdas... Último paseo por el centro. Unas japonesas me preguntan por un monumento creyendo que soy palermitano, y eso me halaga; aún más me complace saber decirles la dirección correcta. Compro vino y pasta en un establecimiento AddioPizzo. Una exposición de vespas junto al Politeama. Quedo con Antonio y Angela para almorzar. Antes, un espléndido vueltazo por un parque que no sale en mi plano, familiar, gustoso, con su mercado dominical de muebles antiguos. Descubro entre los carteles que amarillean al sol que el candidato a las elecciones por Autonomia Sud se apellida Pericolo, es decir, Peligro. Descubro con estupor, además, que resultó vencedor. Todo tranquilo bajo el sol del mediodía, la calle XX de Setembre -por favor, no leer "equis equis"- completamente desierta. Un cuscús de pescado delicioso en la trattoria Amilcar, milagrosamente abierta hoy, recomendada -como acredita un recorte pegado en el escaparate- por The New York Times. Ya me estoy yendo, Palermo. No, un último cannolo, una última foto al cielo azulísimo sobre las azoteas, un abraccione a los amigos. Ahora ya sí, ya me espera el taxi a Punta Raisi, adiós santos tutelares, gatos de la capital, arrivederci bellas damas de ojos claros y nariz egipciaca, señores con bigote y momias capuchinas, hasta la próxima Palermo querida, hasta siempre ciudad perpleja.

Una mañana con Menéndez Salmón

Ricardo, el escritor con el que compartiré mesa en el Instituto Cervantes, llegó la noche anterior, pero no pudimos cuadrar. A la mañana siguiente nos comunicamos -estamos en el mismo hotel Mercure, él en la 103 y yo en la 301- y me ofrezco a hacerle de cicerone. Nos conocimos en aquel famoso encuentro de jóvenes escritores que la Fundación Lara organizó en Sevilla, donde se fraguó la vaina esa de la nutella generation. Le asisten, como buen asturiano, la claridad, la perspicacia y el buen talante. Su novela La ofensa ha sido traducida al italiano, lo que le ha permitido ya conocer Milán; Sicilia, por lo que puede observar, es muy distinta. Le recuerda a La Habana, y no anda nada descaminado: yo también sentí, a mediodía, con las calles inundadas de vapores pobres, efluvios de basura y una humedad caliente, la hermandad con esa América Morena que vive a dos velas: sólo faltaba el humo de nafta en el aire.
Cuando, al cabo de una señora caminata por aquí y por allá, de los Normandos a la Porta Felice, nos sentamos a conversar con una birra fresquita, yo ya estaba considerando un temor: no soy capaz de transmitir los fundamentos de mi amor por esta ciudad. Puedo hablar de ella con entusiasmo, pero sobre el terreno siento que no sé mostrar las maravillas que encierra, acaso porque muchas de éstas sean de una índole demasiado subjetiva y emocional, poco susceptible de ser transferida. "No me miren así cuando digo que la amo: ya sé que es fea", proclamaba Ilya en un reportaje sobre Algeciras. ¿De qué otro modo explicar esta boba sonrisa que me brota desde que, cada mañana, pongo un pie en las calles de Palermo?

Casa Allegra

Monserrat lleva más de veinte años viviendo en Sicilia. Se enamoró de un isleño en Barcelona, y con él conduce hoy una exitosa empresa palermitana de publicidad. Ella es descendiente de gallegos y catalanes, y aunque practica muy poco el español, lo habla con un acento neutro, quiero decir castellano. Conoció los tiempos más duros de esta ciudad, cuando las sirenas de policía y las ambulancias ululaban constantemente, y -recuerda con un estremecimiento- podías escuchar disparos incluso en el mercado.
A ella y a su esposo los conoceré cerca precisamente de un mercado popular, junto a la hermosa porta Carini, en el apartamento de Gianni Allegra, el autor de la portada de mi Defensa siciliana, gran dibujante y hombre cariñoso y cercano. Gianni y yo compartimos la devoción por Kubrick -tiene un interesante libro de Malcolm McDowell que no sé si se ha publicado en España- y por el Torpedo de los cómics de Abuli y Bernet, primo hermano de su personaje Il giocatore.
Anna Maria, su mujer, es además de una persona adorable una cocinera excepcional, y ha preparado para la ocasión un banquete con pasta, melanzane, delicias de pez espada... Entre unos y otros me hacen sentirme como en casa, y gracias a una improvisada aleación de español e italiano, no sé muy bien cómo, todos logramos entendernos sin ningún problema.
"Zapatero para nosotros es un mito", me confiesa Gianni, entusiasmado. Yo intento explicarle que ZP tampoco es el Mesías, pero teniendo en cuenta que el partido de Berlusconi ha arrasado en Sicilia, entiendo sus motivos. ¿Cómo se comprende que en una tierra de gente humilde y trabajadora jamás haya gobernado la izquierda? De las demagogias de la Democracia Cristiana a este centro-derecha cerril, ha vuelto a vencer el discurso del miedo al extraño, que en esta isla siempre tendrá eco, ¡ay!
Desde su viñeta diaria en La Reppublica, Gianni pelea por hacer las cosas de otro modo, y sueña con el improbable ZP a la italiana que restituya ciertos valores cívicos perdidos o gravemente dañados. Ojalá sea así, pero sin aspavientos: me viene a la cabeza el Sciascia que veía una solidaridad interna muy efectiva en la derecha, "en cambio, la izquierda, la que debería ser su parte más viva, anda siempre a la greña, en una perpetua lucha de poder. Habrá quien diga que eso le pasa precisamente porque está viva. Pero a veces se muere por un exceso de vitalidad".

Del Orto Botanico al Shangai

Yo estuve antes aquí, me digo de pronto mientras camino por los jardines geométricos de Villa Giulia, reconozco las estatuas y esas construcciones que asemejan secciones transversales de palacetes bizantinos, sí, yo fumé hace mucho en estos bancos y tomé agua de la fuente para refrescarme, pero lo había olvidado todo, mi memoria no había podido ir más lejos del Foro Italico.
En cualquier caso, no vine a pasear por los senderos racionalistas, sino por el exuberante Orto Botanico que hay en la finca contigua, frente a la redacción del Giornale di Sicilia, donde los estudiantes de Botánica de la Universidad hacen sus prácticas y uno puede refugiarse de la grosería del tráfico y del trasiego portuario. Altivas palmeras, flores de colores intensos, sombra benéfica de un ficus que bien podría competir con el de la Caleta gaditana, la collinetta mediterránea y los fértiles invernaderos con cactos y plantas carnívoras, hay aquí para un buen rato de contemplación y silencio, incluso para acordarse del viejo Benedetti, "el Jardín Botánico siempre ha tenido/ una agradable propensión a los sueños,/ a que los insectos suban por las piernas/ y la melancolía baje por los brazos..."
Me hubiera gustado completar la mañana con una visita al Abatellis, la galería de arte siciliano que guarda la Virgen de la Anunciación de Antonello da Messina, pero quiere la mala suerte que la encuentre cerrada por reformas. Me cuentan que el Museo Regional también está en una situación similar, así que me conformo con contemplar el museo al aire libre de la vida palermitana, la inmemorial costumbre de deslizar por el balcón un canasto atado a una cuerda para subir y bajar mandados, el rostro despellejado de la Kalsa, los santos en sus vitrinas, los obreros piropeando a las chicas.
A la hora del almuerzo, me busco un observatorio privilegiado, el Shangai, en pleno mercado de la Vucciria. Se trata de un restaurante al que se accede por un callejón lateral, subiendo una escalera angosta. Al llegar al primer piso, crees que te has colado en la cocina, y así es: hay que atravesarla para tomar posiciones en el balcón, desde el cual se puede espiar al pescadero, al vendedor de iconos religiosos falsamente antiguos, al carnicero que se pega un buen rato ante el retrovisor de la furgona peinándose con paciente coquetería, a la guiri despistada y a los chicos recién salidos del instituto. Todo ello mientras se saborea un aceptable calamar con vino blanco en la única galería de esta ciudad que abre siempre: el genuino museo palermitano del kitsch.

sábado, 26 de abril de 2008

Sicilia, terra libera

Cerca de la plaza Croci -donde se levanta la estatua del único primer ministro siciliano que ha tenido Italia, y que yo sepa el único bígamo, conocido con el simpático nombre de Crispi- vive Antonio, joven y prometedor arquitecto palermitano. Gracias a una beca Erasmus bien aprovechada en Pamplona, conserva un impecable acento navarro, y circula por la ciudad que le vio nacer en una vespa, como es preceptivo. Angela, su encantadora novia, es psiquiatra, lo que en una isla tan pazza como ésta le garantiza el sustento de por vida. Pero me pregunto cómo, con tanto edificio medio ruinoso de Palermo, no hay miles de profesionales como Antonio echando horas extras para poner la ciudad en pie. "Entre lo que te pide el Municipio en licencias, y lo que te pedirá la mafia, aquí no hay quien quiera restaurar nada", suspira mi amigo.
Más tarde cenaremos en un acogedor restaurante del barrio -spaghetti al nero di seppia, bucatino con le sarde, todo delicioso...- que tiene en su puerta el logo de AddioPizzo, o sea, "Adiós al Pizzo": un movimiento, según me cuentan, por el cual los comerciantes se niegan a pagar tributo a la mafia. Incluso quienes han sido extorsionados con anterioridad, dan la cara y promulgan su basta ya. Por si fuera poco, han empezado a venderse productos naturales de esta bendita isla envasados con la aclaración "della terre liberate dalla mafia". Suena tan bonito que casi me parece irreal, pero es cierto, y parece que funciona. ¿Y si en el País Vasco también...?
Sueño con una Sicilia en la que Antonio y sus colegas rehabiliten tanta fachada demacrada, tanto edificio agonizante. Y no es que quiera dejar a Angela sin trabajo: ojalá pudiera ella tener mucha clientela como la de Billy Crystal en Una terapia peligrosa: ayudando a los mafiosos a cambiar sin traumas de oficio.
Nota.- Ya sabéis que no soy nada proselitista, pero esta historia me parece tan ilusionante que adjunto la dirección web (versión en español) para quien quiera curiosear o adherirse:

Palermo: lo que cambia, lo que perdura

Con mi Giornale bajo el brazo -sólo por ver qué vende Berlusconi en Sicilia- paseo por la ciudad con la sensación, a ratos confortante y a ratos aterradora, de que nada ha cambiado en estos últimos cinco años. San Giovanni degli Eremiti está todo cubierto de andamios, por los que asoman trabajosamente sus cúpulas rosadas, pero Quatro Canti está idéntico, tiznado de humo y atosigado por el tráfico. Acaso las distancias, las proporciones de los edificios, fueran distintas en mi memoria, pero he regresado mentalmente tantas veces a este lugar que en dos días puedo recorrerlo con toda familiaridad.
Por suerte, también han cambiado mis posibilidades económicas, y a la nostalgia que me produce evocar los primeros arancini, las providenciales focacce de entonces, le opongo el gustazo de un risottino con frutos del mar en plena piazza Marina que quita el sentío. El Palacio Steri (según algunos, una redundancia, porque steri ya significa palacio: es como decir Palacio Palacio; pero su otro nombre, Chiaromonte, evoca a un malo que no vale la pena homenajear), el Steri, decía, ya ha sido reformado, y me cuentan que para celebrar no sé qué aniversario el Rectorado de la Universidad ha permitido actividades que recuerdan su pasado como presidio de la Inquisición. Santa Maria della Catena, y el templete donde bailaban los personajes de mi cuento A y R, siguen inmutables, igual que el hostal donde imaginé esa historia, ¡el Gardenia!
Después de una siestecita reparadora, el Grand Hotel et des Palmes también me parece impermeable al paso del tiempo, quizá desde los tiempos en que Wagner dormía aquí. Estos días se aloja, con motivo de un rodaje, la diva siciliana Maria Grazia Cucinotta, el pibonazo de El cartero y Pablo Neruda. Hemos perdido en oído musical, pero hemos ganado en imagen.
La librería Sellerio junto al Hotel Excelsior -sí, el mismo que te cobra el vasito de Marsala a ocho euracos- ya no existe. De hecho, ya no queda ninguna librería Sellerio en la ciudad: una amable ancianita me informa que la más cercana está en Mondello. En dirección al mar sí permanece en cambio, inexpugnable, la famosa cárcel de Ucciardione, con un concesionario de coches Lancia al lado que yo imagino como una obstinada tentación de fuga.
El Mazzara, donde venía a escribir Lampedusa, es ahora un café un poco trasnochado, lo que no impedirá regalarme en él un soberbio cannolo ahíto de crema. En Vía Libertá, pasado el teatro Politeama, tampoco se han movido de su sitio, ni han renovado su catálogo, los tenderetes de libros usados. Y es que hay cosas que no cambian, que no pueden cambiar en cinco años: estoy seguro de que a muchos ejemplares no les han quitado el polvo desde la última vez que vine.

viernes, 25 de abril de 2008

Monreale, una superproducciòn

Me pregunto què bobo prejuicio, què errònea suposiciòn habia retrasado hasta ahora mi visita a Monreale. Era como negarme a mencionar la torre Eiffel cada vez que hablara de Paris: algo asi como una extragna mania. Pero todo llega, y ahi que me vi atravesando la Porta Nova con sus abnegados y colosales moros, dejando a un lado el Palacio de los Normandos y sacando un 'biglietto' de bus. En un ratito estaba en esa villa apacible donde se levanta la catedral normanda màs espectacular que pudiera imaginar, mucho màs excesiva que la de Cefalu. No me demorarè describendo la belleza de sus mosaicos y de su artesonado, la desmesura del Cristo Pantocràtor del àbside, la atmòsfera ùnica del claustro o las vistas de toda la Conça d'Oro, antagno inmenso limonar, y de la luminosa bahia de Palermo.
De la Iglesia Catòlica me resultan insoportables sus chapuzas, como de Hollywood sus filmes de bajo presupuesto. Pero cuando una y otro sacan mùsculo y se ponen a hacer superproducciones, hay que rendirse ante su poderio. La pròxima vez que hable de Paris, lo prometo, no olvidarè mencionar la torre Eiffel.

miércoles, 23 de abril de 2008

Cervantes en la Vucciria

El maestro Quignones recomendaba visitar en cada ciudad el mercado y el cementerio. El camposanto de Palermo donde descansan los restos de Lampedusa ya lo visitè, pero en el mercado nunca me habia adentrado, hasta ayer. El de la Vucciria es el màs cèlebre de la capital, gracias a una pelicula de Francesco Rossi y de una obra del gran pintor comunista Renato Guttuso. Mercado de los que me gustan, àrabe, callejero; sanguinolento, lleno de perdidas miradas de pez decapitado y visceras aùn calientes, frutas y verduras en abundancia que dan fe de la riqueza del suelo siciliano, todo ello rodeado por fachadas decrèpitas, cuerdas con ropa tendida, balcones herrumbrosos y cables colgando de esquina a esquina. La Vucciria acaso fue siempre barrio chungo, de los que la gente no quiere transitar de noche, pero con un encanto arrebatador. Ahi me encuentro sin quererlo con la sede del Instituto Cervantes, ubicada en la iglesia de Santa Eulalia dei Catalani, un lujazo. Aqui Miquel Barcelò pasò un tiempo pintando, y de hecho se conserva una pintura mural suya, pero al ser una cabra invertida -muy similar al toro abatido que hizo este agno para la Feria de Sevilla- la han tapado pùdicamente. Belèn, una de las responsables del centro, y el director Miguel Spottorno, me dan la bienvenida. "Còmo, aùn no conoces Monreale?", me dice èste ùltimo. "Ahora mismo te estàs cogiendo un autobùs". Y yo, que soy de lo màs obediente, me digo por què no? A più tardi, amici!

martes, 22 de abril de 2008

Ritornando a Palermo

La T4 de Barajas cada vez me gusta màs, la encuentro sosegada, apacible, bajo las olas de bambu de Richard Rogers. Todo lo contrario que Fiumicino, paradigma de aeropuerto europeo molesto, estresante, pero en el fondo entragnable para mi: aqui dormi màs de una noche, aqui he sido siempre feliz, de ida o de vuelta. Repongo fuerzas mordiendo un panino y observo a los italianos, ùnicos en su gènero: ellas con algo de Laura Pausini en los genes, ellos como recièn escapados de un anuncio de colonia. Al fin embarcamos y menos de una hora despuès ya estoy viendo las luces de la costa siciliana, ahora si, ya estamos en el aeropuerto Falcone-Borselino, los nervios que venia arrastrando todo el dia se disipan cuando Toni, el chofer del Instituto Cervantes, enfila la autostrada hacia Palermo. No hay duda de que las costumbres aqui arraigan fuerte, y la de conducir a toda velocidad y de cualquier manera no va a ser una excepciòn. De hecho, vemos a mitad de camino luces de policia y ambulancia y un vehiculo reducido a un espantoso amasijo de hierros.
Con un nudo en la garganta, del susto pero tambièn de la emociòn, entramos en la ciudad nocturna y tranquilita, el teatro Politeama a la izquierda, el Massimo un poco màs adelante a la derecha, muchos recuerdos, mucha literatura tambièn. He elegido dormir las dos primeras noches en el hotel Posta, conocido por ser el albergo habitual de los viejos còmicos, desde Vittorio Gassman a Totò o Dario Fo, cuyos retratos cubren la cafeteria. Un sitio muy pirandelliano, donde me sientro tambièn yo actor, metido circunstancialmente en el papel de escritor invitado. Pongo la televisiòn y veo un poco de una vieja versiòn cinematogràfica de Il giorno della civetta -inspirada en la novela de Sciascia, con una esplèndida Claudia Cardinale- que compite con la final de Grande Fratello, el Gran Hermano italiano, y con un programa porno-soft protagonizado por la guapa Sunset Thomas, tan injustamente olvidada.

lunes, 21 de abril de 2008

Eslava Galán hace memoria

Nada más bajarme del AVE con Rivero Taravillo, tuve que correr para llegar a la presentación del nuevo libro de Eva Díaz Pérez, y casi sin resuello, a primera hora de la tarde, entrevista con Juan Eslava Galán. Las heridas del pasado, la memoria dolorosa, el drama del exilio, cruzan por los libros de estos tres amigos. A Eslava me ha dado una especial alegría verle, después de una racha difícil en la que tuvo que ser sometido a diálisis y pasar por un calvario que sobrellevó, según me cuenta, escribiendo. En un país en el que todo un Bolaño se nos va esperando un hígado, las cosas de hospitales hay que tomárselas muy en serio. Al de Jaén, por suerte, la salud vuelve a serle favorable, y está hecho un chaval de aspecto y de prosa. Los años del miedo se llama su último trabajo publicado, un repaso a la inmediata posguerra que guarda muchas similitudes con aquel Santos y pecadores que en su día le regalé a mi abuela, en paz descanse, para que reconociera las cosas de sus tiempos, de aquellos tiempos sórdidos. Ella veía las imágenes del hambre, la miseria y la falta de libertad, y se sonreía con la gracia que nos hace reconocer la verdad, pero también estar a salvo de ella, que es una forma como cualquier otra de entender eso de la memoria histórica.

Rivero Taravillo presenta

"Si el tiempo de los hombres y el tiempo de los dioses fuera uno...", cantaba Luis Cernuda. Hace ya unos días estábamos en Madrid cubriendo la presentación de la biografía del poeta sevillano que le ha valido a Antonio Rivero Taravillo el premio Comillas, pero el tiempo inclemente pasa y no da un respiro, las cosas suceden mucho más aprisa de lo que puedo consignar, y bien está que así sea. Pero no quiero ceder un día más sin contar en esta ventana el placer que supone, primero, celebrar que a un tipo bueno y sabio como Antonio le den ese pedazo de galardón; segundo, comprobar que el trabajo que ha hecho en esta primera entrega, que comprende los años españoles de Cernuda antes del exilio, está lleno de rigor, sensibilidad y devoción hacia el objeto de estudio; y por último, verle feliz en la Residencia de Estudiantes, rodeado de gente que valora su faena -allí estaban García Montero, Felipe Benítez, Trapiello, Gibson, Gonzalo Celorio, Tomás Segovia, Lostalé...- con la satisfacción del deber cumplido y un halo de justicia poética a su alrededor que me resulta emocionante.
Taravillo, el más anglosajón de los poetas andaluces, no sólo sabe forjar versos propios y traducir los ajenos como pocos -y ahí está su jugoso blog Fuego con nieve para demostrarlo. También ha sabido bucear en los documentos, la correspondencia, los testimonios, las crónicas, para interpretar y dar un nuevo sentido a los del autor de Donde habite el olvido y Desolación de la quimera. Sé que voy a recordar, que cuantos estuvimos allí vamos a recordar esa jornada madrileña con un ufano "yo estuve allí", y esa noche rematada con gin tonic y charla cómplice. ¡Que no se demore la segunda entrega!

miércoles, 16 de abril de 2008

El sueño desbordado de Los del Río

En Bogotá, existe un personaje llamado el Indio Amazónico en cuya tienda te venden de todo, pócimas, elixires, amuletos, talismanes, bendiciones... A la entrada de dicho establecimiento, han colocado una serie de fotografías trucadas, como collages o apaños de photoshop, donde se puede ver al brujo en cuestión con famosos de todo el mundo. Lo mejor de todo es que, puestos a falsear, no han elegido a premios Nobel ni cantantes populares, sino a gente tan extraña como George Bush padre o MA Barracus, el de El equipo A.
Me he acordado de ese simpático fantoche hojeando en la redacción del periódico las memorias del dúo Los del Río, que acaban de ver la luz bajo el título Y llegó Macarena. Por ellas desfilan las celebridades más insólitas, sólo que no se trata de montajes, sino de la verdad más rigurosa. Desde luego, los especímenes más extraordinarios son los propios protagonistas, dos hombres corrientes a los que el destino tenía reservada la extravagante tarea de hacer bailar al presidente de los Estados Unidos, y con él a medio mundo.
Lo de estos artistas es para volverse loco, para perder por completo el sentido de la realidad. Con mucho menos he visto a varios írsele la chaveta. El lunes pasado tuve que llamar a Rafael, un 50 por ciento de Los del Río, para una vaina del periódico, y volví a encontrarme con el señor sencillo, de barrio, que ha sido siempre. ¿Cómo lo hará? ¿Qué milagrosa vacuna lo apartará de la vanidad, de la esquizofrenia?
Más de una vez he coincidido con ellos en el avión a Alicante -yo iba al premio Torrevieja, ellos de galas- y me han parecido tipos con mucho sentido del humor. Como Borges, que siempre esperaba a que alguien fuera a desenmascararlo, estoy convencido de que Los del Río no acaban de creerse lo que les ha pasado. Y a poco que lo piensen, seguro, tendrá que darles la risa floja.

Adiós en Coney Island

¿Dónde invertir las últimas horas en Nueva York? ¿Sale uno de tiendas? ¿Toma el barquito a Staten Island? ¿Da un paseo por Queens? No, mejor optamos por una larga travesía en metro, dejando para otra ocasión el territorio ruso de Brighton Beach, y arribamos a Coney Island, el paraje fantasmal de tantos felices días de playa para los neoyorkinos, el símbolo de la alegría veraniega sumido esta mañana en una bruma densa.
Julio Iglesias suena en un equipo de música a lo lejos, un gran panel electrónico anuncia el próximo certamen de comedores de perritos calientes, las gaviotas vuelan bajo. A la melancolía pura de los paseos marítimos en invierno se suma una enfática decadencia, una pátina de herrumbre y grasa bajo la cual me parece oír el rumor de los domingos de playa de hace décadas, la música de las multitudes fotografiadas en panorámica sepia, tomando al asalto la orilla. Entre los hierros del Cyclone, la vieja montaña rusa, y la noria Wonder Wheel, uno espera que asomen de un momento a otro los pendencieros Warriors del cine, y un poco más allá, pasado el campo de fútbol, el embarcadero de la claustrofóbica, angustiosa Requiem por un sueño. Un rayo parte el aire, retumba el horizonte y amaga la lluvia cuando pasamos junto a Nathan's Famous, el más viejo expendedor vigente de hot dogs del lugar donde se inventaron los hot dogs. Duro, bello invierno el de Coney Island.
No, ninguna gana de regresar, pero tampoco la angustia que suele preceder a las partidas. No sale decir adiós. A Nueva York, uno ya lo sabe, se vuelve. Hasta la próxima.

Bryant Park. En la Biblioteca.

Esta noche nos despediremos de Times Square, que -ahora lo certifico- huele a feria de pueblo a pesar de todos sus neones y sus teatros, y donde devoraré una descomunal pieza de carne de búfalo a la brasa que me ayuda a comprender los desafíos que asume el aparato gástrico de un neoyorkino valiente. Pero antes caminamos a todo lo largo de la Sexta Avenida, curioseando con desgana en algunas tiendas y refugiándonos de un chirimiri helado en una cafetería llena de apetitosa bollería caramelizada, y de acá para allá salimos por Bryant Park, que un día vimos soleado y con sus terrazas llenas de clientes, pero que hoy está desierto, tristongo. Un parque tapizado de verde intenso, rodeado de árboles pelados, y tras ellos los gigantes de acero, cemento, aluminio y cristal, de tal suerte que uno se siente como en un oasis, protegido del caos entre tallos y ramas a punto de florecer. Hay un par de estatuas de escritores, una Gertrude Stein sentada como un buda y un busto de Goethe que mira, cosa extraña, a un pequeño tiovivo.
A la espalda, la Biblioteca Pública de Nueva York, custodiada por sus pétreos leones, ofrece un refugio provechoso. Entramos por la puerta lateral, la de los usuarios comunes, y empezamos a merodear por los pasillos y escalinatas. En una pequeña sala hallamos una exposición dedicada a Milton, con la edición original del Paradise Lost ilustrada por William Strang, e incluso una referencia a los grupos de heavy metal (!) que se han dejado influenciar por el maestro inglés, donde hay hasta un disco de los Cradle of Filth cuidadosamente enmarcado.
Pero el mejor espacio de la Biblioteca es, a mi juicio, la sala de lectura, amplia y luminosa, donde los ordenadores son casi tan abundantes como los volúmenes en papel. En una de las computadoras instaladas a disposición del personal, juego a la vanidad comprobando si hay algún libro mío aquí... ¡y tienen dos! Eso quiere decir que hay libros de todo bicho viviente, y así es: meto los nombres de todos los amigos que me vienen a la memoria, y todos tienen algún título en los fondos de la Biblioteca. ¿Quién dará con ellos entre los anaqueles de Babel? ¿Quién, díganme, nos quitará el polvo?

El Metropolitan. Poussin, Courbet, Cot

No, no es que cuando viajamos a una ciudad nos pasemos la vida metidos en museos y galerías de arte. Pero Edmundo y Felicia querían visitar hoy unas exposiciones temporales en el Metropolitan, y no quisimos perdérnoslas. La primera de ellas, Anatomy of a Masterpiece: How to read chinese paintings, analiza de un modo muy didáctico paisajes y detalles de fauna y flora de artistas chinos remotos, incluyendo de regalo un par de exquisitos caballitos Tang, de esos por los que suspiran los coleccionistas, presos en sus vitrinas.
La segunda muestra es también paisajística, una muy completa colección de piezas de Poussin, aquel francés amante de la mitología que vivió en Taormina y plasmó en sus telas todos los matices de la Arcadia. A Edmundo le encantan las que representan mejor uno de sus temas preferidos, el drama humano ante el cual asiste la Naturaleza impasible, indiferente. Otro francés, Courbet, es el protagonista de la tercera exposición, con sus lesbianas pioneras, su famosísima vagina hirsuta, su hombre desesperado...
El Metropolitan es, con sus dos millones de piezas, sencillamente inabarcable, de modo que nos internamos tímidamente en la colección permanente, sólo por curiosear un poquito. Entonces descubro el original de La tormenta, de Pierre Auguste Cot, el cuadro que mis padres tuvieron durante años a la entrada de casa, una lámina dignificada a duras penas por una capa de barniz y una gruesa moldura dorada. Sé que muchos hogares en España colgaron también esta pieza, tal vez porque la gente quería verse a sí misma abrazada al ser amado, corriendo a guarecerse bajo una tela o un árbol, con la que estaba cayendo. Sabía que este museo tenía fondos de todo tipo, desde un templo salvado de inundación en Aswan a una formidable colección de cromos de béisbol, pasando por obras de arte asiático o pinturas de Velázquez. Lo que nunca imaginé es que fuera a devolverme, como la marea, un resto de naufragio, este saldo de la memoria perdida.

Chelsea, East Village. Soledades y galerías

El Soho tiene fama de ser una zona atractiva para los coleccionistas de arte, pero un paseo por el barrio pone de manifiesto que las galerías han sido desplazadas por las tiendas de ropa -mucho más seguras como inversión-, y las que sobreviven venden horteradas. Para ver exposiciones, ahora hay que irse a Chelsea. Sus calles debieron de ser alguna vez un poco inhóspitas. Ahora te dejas caer por esos edificios industriales y puedes entrar y salir de salas donde se celebran inauguraciones con vino blanco y gente guapa. En un momento recorremos varias, con contenidos no demasiado apasionantes. Todas buscan, un poco a ciegas, a su Warhol del siglo XXI, no, mejor a su Basquiat, aquel chico de Brooklyn que pintó poco, murió joven e inspiró una película. Es mucho mejor observar al público que las obras. En una subasta a la que asistimos, todos nos parecen personajes de una película de Woody Allen. Su forma de gesticular, su modo de representar cada uno un arquetipo, provocan una sugestión pirandelliana, y también un efecto cómico. ¿Qué pinta tendremos nosotros, españolitos de a pie, en medio de este circo?
Hay hambre, porque en estos cócteles no abren ni una lata de cacahuetes, de modo que buscamos algún lugar donde cenar. Recalamos, por insólito que parezca, en un bareto regentado por gallegos, inconfundibles en sus uniformes, que por cada cerveza te ponen una tapa de albóndigas y hablan entre sí en la lengua de sus abuelos y de Rosalía de Castro. Con ese aporte energético proseguimos nuestro particular viaje al fin de la noche por un garito donde un trío toca clásicos cubanos y la gente baila en plan cintura caliente, otro brasileño donde bailan agarrados, un mexicano con música estridente, terrazas con parejas que se hacen confidencias, bares con pandillas de universitarios en sus fervores... Me habían hablado mucho de la soledad del neoyorkino, y estoy seguro de que esa sensación debe de cobrar en una ciudad como esta magnitudes aterradoras. Pero no he visto a mucha gente de aspecto solitario, más bien al contrario: sociables, dinámicos, tirando a alegres.
Queríamos oír algo de jazz en la patria chica de Charlie Parker y de Coltrane. Esta semana tocaba Lee Konitz en alguna parte, en el célebre Blue Note está anunciado un próximo concierto de los Yellowjackets, pero nuestros pasos nos llevan por otros derroteros. La noche acaba en el Nuyorican Poets Cafe -236 East 3rd st-, un salón para escritores puertorriqueños fundado hacia 1973 por el inefable Miguel Piñero y sus amigos, que hoy acoge recitales líricos y cosas de spoken word, pero también descargas de jazz latino. Sobre el escenario, disfrutamos de un quinteto no demasiado virtuoso, pero bienintencionado, liderado por un trompetista que me recuerda al personaje de un cuento de Abelardo Castillo, algo así como el anti-perseguidor de Cortázar. De todos modos, el lugar es muy, muy agradable, con sus paredes de ladrillo y sus cuadros medio expresionistas, su escenario generoso, sus mesas acogedoras. Yo vendría aquí cada noche, con gusto, a esperar que asomara por casualidad Giovanni Hidalgo, o Jerry González. Y alguna vez, seguro, casi me gustaría beber mi vino en soledad, y que no se presentaran.

martes, 15 de abril de 2008

De la Frick a El Bronx

La neoyorkina Milla de los Museos no es el triángulo Prado-Thyssen-Reina del que tanto -y con tan buenas razones- nos ufanamos los españoles, pero conforma una pinacoteca dispersa muy digna de considerar. Esta mañana teníamos un rato para ver pintura y nos pusimos en la duda: ¿el Solomon? ¿la Whitney? Al final, puro azar, o sea, nuestro profundo desconocimiento de las reglas que rigen el destino (Borges dixit), recalamos en la Frick Collection, otrora espectacular residencia de millonarios con debilidad por el arte, hoy deliciosa galería con coqueto jardín exterior, señorial patio interior y un montón de cuadros deliciosos, todo ello a dos pasos del tumulto abrumador de la Quinta: la luz única de Vermeer, recias sombras de Hals y Rembrandt, filigranas de Van Eyck, un desolador martinete de Goya, la mano de Velázquez, los colores de El Greco, la hermosa catedral de Salisbury de Constable, cuatro portentosos Turners, delicados retratos de Whistler, texturas de Tiziano, insólitos toreros de Manet, Ingres, Degas, Millet, Renoir, Piero della Francesca, Lippi... De postre, una exhibición temporal de la Antea de Parmigianino, una Madonna dal Collo Lungo con pieles. Y no cito las porcelanas, muebles, la platería, relojes, tapices, esculturas...
Ángela se asoma a una de las ventanas y comenta que la vista a principios de siglo XX no debía de ser muy diferente: sustituyes los Chevrolets y Dodges por calesas, y el mismo Central Park de fondo. La buena vida es cara, suele decir Edmundo con un guiño de revolucionario que asume sus contradicciones, y agrega: Hay otra más barata, pero ésa ya no es vida.
Vamos a comprobarlo en la otra punta de la ciudad, deslizándonos por las venas subterráneas hasta ese espacio mítico conocido como El Bronx. El metro emerge a tiempo para ver el estadio de los Yankees, y ya el rostro de Nueva York muta violentamente, cambian las alturas, la disposición de las calles, la propia topografía, parece cambiar el aire mismo, se vuelve más sofocante y al mismo tiempo más familiar, de modo que en la estación de Fordham nos sentimos fuera del sueño americano, en algún áspero confín, como Barranquilla o algo similar. No es que sea ésta la antesala del infierno ni mucho menos -hay zonas infinitamente peores-, pero la familia Frick nunca puso el huevo aquí. Tiendas de ropa muy pasada de moda, talleres de vulcanizados, una pista de basket con unos chavales muy duros en defensa, un tren muy triste pasando bajo nuestros pies... Así llegamos a Arthur Avenue buscando la verdadera Little Italy. Pero los italianos se han vuelto a desplazar -ya no sabemos dónde- y salvo unos cuantos restaurantes, los albaneses parecen los nuevos amos del lugar.
Letras rupestres por todas partes, graffittis nada refinados, toscos garabatos rabiosos. Recuerdo que antes de venir entrevisté a dos jóvenes raperos: Porta, que se ha hecho popular con una edificante canción titulada Las niñas de hoy en día son todas unas guarras, y Shotta, que acaba de sacar su disco Sangre. No sé si habrán visitado esta meca del hip hop, pero no creo que hoy sean muy diferentes un chico de Barcelona, otro de Sevilla y otro de acá. En todas partes existirá esa desazón, esa rebeldía, ese ánimo provocador, ese no hallarse, ese deseo de ser uno mismo y de ser otra cosa. Sólo que en El Bronx está la cuna de hacer un nuevo arte con toda esa energía.

domingo, 13 de abril de 2008

De Grand Central Station a Queensboro Bridge

Inevitable la sensación de que pasear por Nueva York no puede ser un descubrimiento, sino un reconocimiento. Incluso algunos ejemplares de la fauna urbana parecen arquetipos conocidos, personajes de película que acaso nos parecerían exagerados en la pantalla. Lo mismo sucede con muchos rincones. La gente se retrata en Pisa o a Atenas con la ambición del 'yo estuve allí', pero en Nueva York las referencias exceden la geografía para abordar el territorio de los sueños. Me refiero, desde luego, a los sueños de celuloide. Grand Central Station, con sus balcones y vidrieras inconfundibles, con su fresco y su Oyster Bar, y desde luego con su coqueto market, se salvó de milagro de la piqueta, pero igual hubiera perdurado en la larga retahíla de filmes que ha acogido: El Protegido, K-Pax, Carlito's way, Único testigo, y ahora no recuerdo si también la primera de X-Men...
La mole de las Naciones Unidas me recuerda a Nicole Kidman en La intérprete, y el vecino Chrysler aparece en docenas de cintas. Pero si hay un rincón en esta zona que sea genuinamente cinematográfico, ése es el camino hacia Sutton Place, sus calles sabrosas y las salidas al río, en uno de cuyos bancos me apalanco no tanto para ver, sino para verme a mí mismo en una célebre escena de Manhattan, disfrutando del casi desvaído puente de Queensboro entre la bruma.
Un rato después, en North Village, buscamos el Corner Bistro, agradable bareto con fama de freír las mejores hamburguesas de toda la ciudad, para imitar el guión de otro clásico contemporáneo del cine. Hablo, claro está, de Super Size-me.

Broadway Street. Tobias Wolff

Los ciclos vitales se aceleran, todo parece cambiar aprisa. Sin salir de la calle Broadway y del Upper West Side, uno se lleva sorpresas como descubrir que el mítico cine Thalia -al que, como recuerda Taravillo en su gran blog, "iban a ver películas menos comerciales Pedro Salinas y Jorge Guillén, en sus respectivas estancias en la ciudad, y que Woody Allen saca en Annie Hall"- ha sido completamente desfigurado en sus sucesivas reformas, o que las no menos legendarias librerías Murder Ink y Books, hombro con hombro la una de la otra, han echado el cerrojo y colgado el cartel de traspaso.
Claro que también hay gratas casualidades, como la que nos deparará una de las librerías de la cadena Barnes & Noble. Esta semana había en la ciudad charlas y presentaciones de gente tan diversa como Isabel Allende, Andrew Motion o Henning Mankell, pero nosotros optamos por una lectura de Tobias Wolff, que presenta su colección de relatos Our story begins. Este autor foma parte de una brillante generación de narradores estadounidenses, en la que brillan Carver y Richard Ford, pero ignoro por qué no ha tenido tanto éxito como aquéllos en España, donde se le conoce sobre todo por la adaptación al cine de su obra Vida de este chico, con Robert de Niro y Leo DiCaprio.
Wolff, que físicamente me recuerda un poco a Pablo Juliá, es un orador pausado y profundo, que defiende muy bien sus historias y atina con sus golpes de humor ante el auditorio numeroso, atento y muy desinhibido en el turno de preguntas. Luego, me pongo a la cola para que me firme This boy's life y Old school. "Esos libros van a viajar a España", le chiva Felicia, y el escritor me recuerda que tiene editor en España. "Voy a intentar con estos en inglés", le digo, y estrecho su mano. Al marcharme caigo en que la lectura de Wolff era gratuita, pero en Estados Unidos no son infrecuentes los actos literarios en los que se cobra entrada. Y la gente, por insólito que parezca, paga.

Empire State, Ground Zero. Superhéroes

Resulta muy difícil, al menos hasta que uno se acostumbra, caminar por la Quinta Avenida y las vías adyacentes sin hacerlo con pasos cortos, mirando hacia arriba y con la boca abierta, como dice Enric González. Todo obliga a replantear el sentido de las proporciones. La caída de las desmesuradas Torres Gemelas facilitó la unificación del paisaje, pero sigue destacando de un modo impresionante el Empire State Building, la mole a la que se encaramó King Kong, con la bella Ann Darrow en mano y su par de aviones zumbando alrededor.
Lo bueno de venir en temporada baja es que puedes ir saltándote todo el sinuoso recorrido acordonado y saltar al ascensor que te posa, en un santiamén, en el observatorio del piso 86. Me ahorro los lugares comunes acerca de las sensaciones que produce contemplar la ciudad desde este balcón, pero a la salida, en una estupenda tienda de cómics que abre sus puertas frente al coloso, me demoro en recordar los mil escenarios neoyorkinos donde los superhéroes hicieron su trabajo. Con el estreno del nuevo filme de Iron Man hay proliferación de comic-books suyos, pero también joyitas de Wolverine, del Capitán América, de Los Vengadores, de Hulk, de Los Cuatro Fantásticos...
Se me va el santo al cielo entre tanto poder sobrenatural antes de reanudar el camino hacia otra joya, en este caso arquitectónica: el Flatiron, primitivo rascacielos levantado sobre un solar imposible a cuya sombra nos tomaremos el primer hot dog del viaje. El paseo continúa por Wall Street, en cuyos aledaños hasta las cafeterías cuentan con paneles luminosos que dan cuenta de las subidas y bajadas bursátiles, y donde Peter Parker practicaba espectaculares cabriolas, si mal no recuerdo, en Spiderman 2. Dejando a un lado el grosero toro dorado que sirve de mascota a los brokers con credencial, bajamos Bowling Green y cruzamos a Battery Park, desde donde podemos columbrar la isla de Ellis y la silueta de la Estatua de la Libertad, escenario del desenlace de X-Men y de Superman IV.
Con un largo rodeo llegamos a la Zona Cero, el inmenso vacío dejado por las torres del World Trade Center, cuyo derrumbe no pudo evitar ningún prodigio del cómic. Los héroes aquí son los difuntos que se recuerdan, entre flores y ofrendas de todo tipo, en la cercana capilla de St. Paul, que de milagro se salvó de la hecatombe: policías, bomberos, simples ciudadanos que fueron desdichados protagonistas de una película catastrófica retransmitida para todo el orbe en clave de reality show.
Tras el estimulante café en un odioso Starbucks cerca del Ayuntamiento -hay un establecimiento de estos cada cinco minutos-, ahora sí, puedo proclamar con García Montero que ya soy dueño del Puente de Brooklyn, el mismo que cantó Hart Crane -"And thee, across the harbor, silver-paced..."-, el que destruyeron Magneto y Godzilla, el que Clark Kent y Lois Lane sobrevolaron en Superman returns.

Washington Square. Enrique por el mundo

Enrique lleva ya como ocho años aquí. De Cuba salió para Madrid, donde nos conocimos, y ha acabado viviendo ahí enfrente, en Nueva Jersey. Recuerdo que una vez le pregunté cómo había afectado lo de las Torres Gemelas a la vida neoyorkina, y me respondió: "Esa ciudad es demasiado. No hay cataclismo que la detenga". Enrique vive enamorado de Nueva York, el lugar donde todos los desarraigados encuentran su sitio. Y, como comprobaremos, una oportunidad de dar la vuelta al mundo sin despegar los pies del suelo.
Nos citamos en Washington Square, junto al Arco del Triunfo, al otro lado del parquecito con mesas de ajedrez donde se rodó Searching for Bobby Fischer, y de la Judson Memorial Church, que emula dignamente la torre de Santa María de Roma. Enrique da clases muy cerca -la NY University está desperdigada alrededor de la plaza-, y aparece con gabardina y sombrero parisino: también le gusta llevar el aspecto que le da la gana, seguro de que jamás será juzgado por estrafalario.
Tomamos un metro en Union Square para dar un paseo por Williamsburg, antigua comunidad judía ortodoxa que aspira a convertirse en barrio de artistas gracias al precio favorable de los alquileres: un nuevo Soho lleno de bares y cafés con encanto. Comemos en un thai y nos dirigimos al Village, tropezando de camino con la Strand, fabulosa librería que presume de fondos: "18 miles of books", reza la publicidad. Strand tiene una gama de camisetas, bolsos, lapiceros, mecheros, llaveros y todo el merchandising imaginable. Uno puede llegar a pensar que lo de los libros es una tapadera, ¡qué tiempos!
Con mucho callejeo llegamos a Little Italy. Pero apenas queda de ella una calle de restaurantes y tiendas -entro en una, supuestamente siciliana, que solo vende camisetas de Al Pacino y Marlon Brando, y resulta estar regentada por pakistaníes- porque los italianos se han marchado a zonas mejores y han sido desplazados por Chinatown. Claro que no es difícil encontrar anuncios para una fiesta ucraniana o un bar irlandés, como el sabroso McSortey's Old Ale House, donde sin ser nada cervecero me tomo una pinta en honor de Brendan Behan y de Taravillo, cheers!
Esas son las cosas que le encantan a Enrique, la sensación de que el mundo es una fiesta y que todas las fiestas tienen lugar aquí: celebra con italianos la victoria de Italia en el Mundial de Fútbol, o un triunfo de Brasil con los brasileños, o lleva a su hijo a compartir con los chinos el Año Nuevo Chino...
Deambulando de aquí para allá llegamos a Stonewall Place, rodeada de tiendas de discos, restaurantes y sex-shops, con las célebres esculturas de George Segal que señalan el epicentro de la movida gay. Ahora caigo, tonto de mí, en que Village People no eran gente del pueblo, sino gente del Village. El día del Orgullo, por supuesto, también se celebra aquí.

sábado, 12 de abril de 2008

Quinta Avenida. De Wright a Botero.

Toda la vida queriendo conocer el Museo Solomon, desde que me enamoro en mi manual de Historia del Arte de COU, y me lo encuentro cerrado y encapuchado con toscos andamiajes, sin acceso a esa blanca monda de fruta que tan bien dibujo Frank Lloyd Wright.
Pero aqui no se consuela quien no quiere, y que mejor antidoto contra el desencanto que caminar por la 5th, dejando a la derecha la mole del Plaza Hotel y adentrandonos en el mas glamouroso y espectacular desfiladero del consumo que imaginarse pueda: la tienda Tiffany & Co. que inmortalizo Truman Capote, Gucci, Vuitton, Zara, Prada -pero no el edificio disegnado por Koolhaas que tanto le gusta a mi amiga Rebeca, ese esta en el Soho-, y como no, la fabulosa catedral de St. Patrick, sede de la archidiocesis de la ciudad, porque en la gran fiesta del comercio no pueden faltar los vendedores de humo.
En el Rockefeller Center todavia hace frio como para patinar bajo el vuelo del Prometeo dorado, teacher in every art, pero hace rato que no pueden verse los murales de Diego Rivera, que perecieron bajo el mazo de la politiqueria. Por este camino no tardaremos en llegar al Empire State, pero preferimos desviarnos hacia la plaza Columbus, en cuyo Warner Center se anuncia un proximo concierto de nuestro Chano Dominguez -quien lo ha visto y quien lo ve, que grande!- y donde se erigen sendos Boteros: un Adan y Eva realistas en un pais de obsesos morbidos. El centro comercial, centro de la vida aqui -y cada vez mas alla-, es el nuevo templo donde el afligido busca consuelo y el hambriento su pan, el supremo simbolo de la avidez.

Central Park. De Octavio Paz a Marti.

"He conocido las entragnas del monstruo", dejo escrito Jose Marti prefigurando con unos agnos de antelacion el de por si vetusto metro de Nueva York. Por una vez prescindimos del subway y salimos a caminar atravesando Central Park, que se extiende como un milagro en una ciudad como esta: un corazon verde -aunque estos dias sea un verde desfalleciente, otognal- entre los rascacielos y las avenidas; un oasis orgulloso, invencible, que se transita con el mismo placer al trote que a paso lento, como nosotros, bordeando el vasto estanque y tratando de poner en pie aquel poema de Octavio Paz que musicaron muy bien Loquillo y Sopegna:
Verdes y negras espesuras, parajes pelados,
río vegetal en sí mismo anudado:
entre plomizos edificios transcurre sin moverse
y allá, donde la misma luz se vuelve duda
y la piedra quiere ser sombra, se disipa.
Central Park Don't cross Central Park at Night
...
Tengo entendido que en el parque hay varias estatuas ecuestres de proceres latinoamericanos, desde Bolivar a San Martin. Nosotros nos detenemos ante la de Marti, que ironicamente se erige muy cerca del monumento en honor del Maine -aquel acorazado que desato el follon del 98-, y que es probablemente la unica del mundo en la que el jinete aparece cayendose del caballo, como un San Pablo baleado. No en vano, al autor de los Versos sencillos se le sigue conociendo, dentro y fuera de Cuba, como el Apostol. En gloria este.

jueves, 10 de abril de 2008

Brooklyn Museum. El arte de Murakami

En el coqueto y espacioso Museo de Brooklyn, junto al jardin botanico, se abre al publico una exposicion del japones Takashi Murakami. Lo que prometia ser solo una curiosidad -el hecho de que un artista manga muestre su obra en un espacio de estas caracteristicas- deriva en un paseo fascinante. Murakami, mucho mas que un artifice de dibujos animados, condensa en su obra un monton de iconografias japonesas, pero tambien occidentales. En el estan los grabados de samurais, la ola gigante de Hokusai y Godzilla como El Bosco y Miro, los Transformers y el hongo atomico de Hiroshima, los videojuegos de marcianitos y el mundo Disney. En una sala del recorrido se muestran sus creaciones para Louis Vuitton, un espacio todo pintado de blanco, con dependientes vestidos de blanco, que representan el limbo donde el museo es tienda y la tienda es museo. Murakami juega sobre todo con la infantilizacion de la sociedad, con esa inocencia que suaviza el horror. En los dibujos y grabados de la escuela Utagawa -siglos XVIII y XIX-, que se muestran simultaneamente en el piso de abajo, hay una solemnidad que en Murakami es alivio, puro juego. Entre la teta y el colmillo, la mama y el coco de nuestras primeras pesadillas, desarrolla su arte este provocador en un mundo impasible ante las provocaciones. Una chica paso boquiabierta ante una de sus piezas y solo atino a decir:
-Quite intense.

Harlem. Misa negra.

No me refiero, claro esta, a las ceremonias de adoracion del diablo, sino a los domingos que los negros de esta zona norte de Manhattan celebran de punta en blanco. Ahi se les ve caminando con paso seguro pero despacioso, ellos con su traje impecable y casi siempre con pajarita, ellas con sombreros y vestidos impolutos. Hemos madrugado para asistir a una de esas misas cantadas en clave de gospel, concretamente en la Abyssinian Batist Church, pero dos centenares de visitantes han tenido la misma idea que nosotros, de modo que vegetamos en la cola durante media hora larga, a merced de un frio inclemente y junto a un vendedor de discos que pregona su mercancia como si cantara un blues, hasta que decidimos salirnos e ir a desayunar. Nos colamos en un amplio y concurrido diner y nos damos un esplendido homenaje de huevos fritos, jamon, salchichas y pancakes. La vida se ve mejor con el estomago lleno, y asi bajamos hasta la 125 comprobando que Harlem es un barrio apacible pero con un profundo poso de melancolia, que en esta magnana de domingo solo abre sus peluquerias y sus iglesias, por cierto abundantes.
La calle 125 era antagno, segun nos dicen, una zona muy macarra, muy peligrosa, pero empezo a ponerse de moda entre los artistas y ahora vive momentos de cierta prosperidad, aunque es evidente que no acaba de despegar. No muy lejos de alli encontramos la Canaan Baptist Church, con una cola mucho mas asumible, y al cabo de veinte minutos estamos dentro oyendo el ardiente discurso del sacerdote y los canticos del espectacular coro, acompagnado por bajo, piano y bateria. Entre copla y copla, nos piden a los extranjeros que nos pongamos en pie, y el parroquiano mas proximo nos tiende la mano y nos da la bienvenida. La verdad es que uno se siente alli tan bien al cabo de un rato, entre el conciertazo gratuito y los mensajes alentadores que llegan desde el pulpito, que entiende al momento la sensacion tan confortante que hallan no solo los que no tienen donde caerse muertos, sino los vecinos mas respetables. Nada de culpas cristianas ni de pecados originales: de aqui sales con ganas de comerte el mundo y la autoestima por las nubes, porque lo que te dicen es que tu puedes, tu puedes, tu puedes.
En una ciudad de ocho millones de habitantes, parece importante formar parte de una comunidad, por un sentido elemental de afirmacion de la identidad, y tambien de pragmatismo. Al hijo de Felicia, que es ateo, se lo hicieron ver asi. "Tu cree en lo que te de la gana -le segnalaron- pero a alguna comunidad tienes que pertenecer". Y mientras meditaba donde invertir sus domingos por la magnana, sus hijos, que tienen amigos de todas las confesiones, le preguntaban: "Papa, nosotros no somos de nada?"

Times Square. Airoso como los cabales

"Airoso como los cabales, bajaba la 42...", canta Javier Ruibal. Por ese camino, el gitano de La gloria de Manhattan cruzaria Times Square, que es una bien ponderada mezcla del Picadilly londiense y del Roppongi tokiota, a saber: una mareante -y por que no, estimulante- profusion de pantallas y leyendas luminosas dispuestas en varios niveles sobre las fachadas, creando ese efecto Blade Runner que nos deslumbra a los provincianos. Alli se diseminan los celebres teatros de Broadway con sus obstinados musicales, pero tambien con conciertos, incluso heavilongos: en una sala cercana toca una veterana banda de rock duro, Simphony X. El Hard Rock Cafe exhibe fetiches de Nine Inch Nails, Disturbed y Marilyn Manson. La Virgin Megastore sobrevive en pie en plena era del e-mule. Gente por todas partes, sobre todo turistas y chavales jovenes. Docenas de caricaturistas apostados en las aceras, algunos muy buenos. Un japones ofrece una clase magistral de arte con aerografo que concluye en aplausos. Vapores de hot dog y acentos espagnoles por todas partes. Semaforos que ya no contienen la leyenda Walk/Don't walk, sustituida por un peaton en blanco y una mano en rojo. Un museo de cosas absurdas para provocar la hilaridad. Las clasicas alcantarillas humeantes de las peliculas. La silueta del Chrysler recortada alla al fondo. Una nube de taxis amarillos en continuo peristaltismo. Todo es luz en movimiento, incluida la marquesina de un establecimiento donde podemos leer, con sus correspondientes neones psicodelicos, New York Police Dept.

Riverside drive. Casa Desnoes

Mi amistad con Edmundo Desnoes nace de una feliz superstición: yo creo que el es el último gran escritor cubano y él cree que soy su último lector. Este probable equívoco bidireccional y la consiguiente simpatía han hecho posible mi visita a su casa, en un magnífico edificio del 1900 donde pasaremos los próximos días. Aquí vive Edmundo con Felicia, su esposa, que es ella sola un crisol de culturas: nacida en Berlín, su familia huyó de la persecución nazi y se instaló en Cuba, pero ella es ciudadana estadounidense desde hace décadas. Europa, el Caribe y el Norte marca las coordenadas de unas memorias que está escribiendo pacientemente, mientras Desnoes reúne ideas sobre el mito sevillano de Don Juan, la secular carambola del sexo, la religión y la muerte.
Después de almorzar, damos un paseo por el parque cercano, donde comprobamos que la gente aquí vive enamorada de sus mascotas: hay docenas de perros por todas partes, entre corredores, ciclistas y practicantes de tai-chi, pero la mayoría de los animales estan castrados, de ahí su aire dócil y un poco taciturno. La última moda en la ciudad, por lo visto, es hacer doga, una variante del yoga con tu perro como ayudante. Neoyorkinos es el título de un libro sobre perros de Cathleen Schine que vio la luz recientemente en España.
Subimos a la calle Broadway e inspeccionamos varios libros tirados junto a una papelera, entre ellos uno en catalán. En un tenderete cercano, por un módico precio, adquiero un estupendo álbum fotográfico de Letizia Battaglia, autora de algunas de las más terribles instantáneas de víctimas de la mafia en Sicilia. El vendedor intenta colocarme, de paso, un autógrafo auténtico de Ashley Alexandra Dupre, la prostituta que dio al traste con la carrera del hipócrita gobernador de Nueva York, Eliot Spitzer.
Riverside drive es el título de un diálogo teatral de Woody Allen, quien una vez alquiló un bajo de nuestro edificio para rodar una de sus películas: al parecer, al director le gusta filmar sobre espacios habitados, no sobre reconstrucciones escenográficas, de modo que pueda contar con atmósferas vivas. No ha sido la única celebrity que ha parado por aqui: Gary Oldman se alojó en esta misma casa con su novia de entonces, Uma Thurman, y también Isabella Rossellini. Un poco mas pa'llá, en el número 333 -calle 107- vivió Saul Bellow.
Pero el detalle definitivo que da caché al edificio de los Desnoes es el hecho de tener portero, un lujo caro en esta ciudad. Antes de venir para acá, me leí una delirante novela de Reinaldo Arenas, El portero, que contaba las vicisitudes de uno de estos profesionales en una casa de vecinos neoyorkina. Arenas y Desnoes, ambos cubanos, se llevaron fatal en la ciudad de los rascacielos. Cuentan que el primero acudía a las conferencias del segundo con varios secuaces para reventar los actos, y que alguna vez acabaron todos a piñazos, como en los grandes eventos surrealistas.

lunes, 7 de abril de 2008

Aeropuerto JFK. Ya me tocaba

La verdad, creí que el trance en el aeropuerto iba a ser más duro. Sólo en Madrid una chica con uniforme me preguntó por qué tengo tantos sellos de Marruecos. Le conté el origen ceutí de mi familia y me preguntó si conocía allí a gente que no fuera de mi sangre. Por supuesto, respondí. Pensé, la verdad, que aquí en el JFK la aduana iba a ser mucho peor, porque tengo tatuajes de todo el Eje del Mal en mi pasaporte, desde la China Popular y la Cuba roja hasta Egipto y Turquía, pasando por la siempre prestigiosa Colombia. Sólo me faltaba Irán y Corea del Norte. Pero nada, ha sido un paseo triunfal, y en unos minutos ya tenía nuevo sello para la colección.
Un taxista con turbante y largas barbas se hace cargo de nosotros y pone rumbo a nuestro destino en Riverside drive. La entrada a Nueva York no es bonita, pero ¿habrá gran ciudad del mundo que pueda presumir de eso? Atravesamos Queens, pasamos el peaje de Triborough bridge y ya vemos recortarse a un lado las alturas de Manhattan, las primeras fachadas de ladrillo con sus escaleras de incendios exteriores... De un golpe pienso en Saturday night fever, en Lorca, en los New York Dolls, en West side story, e incluso en un poemario de Fito Cózar que se llamaba Entre Chinatown y Riverside...
Quiero decir que poner los pies en Nueva York, a mis canas, es como encontrarse con una señora que lleva toda la vida enviándole a uno fotografías, imágenes de video, literatura en verso o en prosa, canciones, y al cabo de tres décadas nos citamos para conocernos. Y no ha cambiado nada, está igualita a como siempre la imaginé, los años no han pasado por ella.

La Almeria de Antonio Orejudo

"Ahora que lo pienso, tu no estabas a punto de irte a algun sitio lejano la ultima vez que hablamos?" Antonio Orejudo tiene buena memoria. Lo entreviste el dia antes de irme a Japon, cuando aun ni siquiera sabia si tenia billete, y asi lo recordo anteayer, cuando lo llame para una nueva entrevista. Me pregunto si no estaria a punto de marcharme de nuevo, y le respondi que si, a Nueva York. "O tu viajas mucho, o cada vez que saco un libro te traigo suerte", me dijo.
Me cae tan bien Orejudo, que el hecho de que no me gustaran sus Fabulosas narraciones por historias me da cargo de conciencia. Alguien me dijo que lo mejor de su produccion es Ventajas de viajar en tren, lo compre y me gusto aun menos. Son libros que me extenuan, que me hacen pensar en esas fiestas que se prolongan demasiado, donde te siguen llenando la copa y sacandote a bailar cuando hace rato quisieras estar en la cama. Pero insisto en que el anfitrion, Orejudo, es un tipo encantador, y un buen prosista por encima de todo, asi que pienso darle su sitio en los papeles cada vez que pueda y lo crea conveniente.
Por ejemplo, ahora, con un texto que muchos calificaran de menor, pero que a mi me ha gustado sinceramente: Almeria, cronica personal, una vision del extremo oriental andaluz original, sentida y muy bien escrita. Ahora que lo pienso, entre Tokio y Manhattan esta ese rincon con un pie en el desierto y otro en el Mediterraneo, y nunca se me ha presentado la ocasion de ir alli. Ni siquiera por visitar a gente querida que reside o veranea en la provincia, como el maestro fotografo Ferdinando Scianna o el musico y escritor Corcobado. Venga, me animo a mi mismo, a ver cuando me escapo: al fin y al cabo Almeria no puede, no debe de estar tan lejos como parece.

jueves, 3 de abril de 2008

La tenacidad de Nández

Ninguna simpatía, ninguna, hacia el concepto de Operación Triunfo, desde el mismo nombre a esos humillantes procesos de selección, todo el circo que montan -y perdón por la ofensa al admirable arte del circo- alrededor de una farsa mediática, en las antípodas de lo que he aprendido de la música, de lo que me han enseñado sus artífices: paciencia, humildad, originalidad, personalidad propia, verdad...
Hoy me vi con un paisano que le debe parte de su popularidad actual a ese invento de OT, pero yo sé que sus mejores atributos, su vocación, sus ilusiones, su madera de artista, vienen de muy atrás. De esto hace ya unos cuantos años: una discográfica me llamó para ofrecerme redactar la hoja promocional de un nuevo fichaje, un chico de Cádiz al que le habían grabado un disco. Escuché el master, un manojito de canciones de pop fresco y melódico. Me cité con el artista, Miguel Ángel Fernández, en una cafetería de la Plaza de San Francisco. Charlamos, me cayó muy simpático, tomé notas y, por la noche, le envié el texto que había preparado. Se mostró muy agradecido, y a todas luces dejaba ver la tremenda ilusión que le producía el inminente lanzamiento. Pero el disco no salió por problemas presupuestarios, y yo nunca cobré mi trabajo.
Al cabo de un tiempo, reconocí en la pantalla del televisor a aquel chaval. Me costó un poco más relacionar su verdadero nombre con el apodo artístico que había adoptado, Nández. No ganó el concurso, pero sí encontró en él un trampolín para enfocar al fin su carrera. Después de eso hemos tenido un par de entrevistas, la última esta mañana, a propósito de su nuevo álbum, Por ellas. Lo he visto contento, razonablemente satisfecho, con ganas de trabajar. No está en ese estrellato demencial que condena a algunos a olvidar el sentido de la realidad, pero sí se permite vivir haciendo música. Concierto tras concierto, ha juntado para comprarse un barquito y me ha prometido un vueltazo por la Bahía un día de estos. Si hay un triunfo en esta historia, no es el del márketing ni el de la competencia, sino el de la simple y franca voluntad.

Luis García Montero es bueno

Su poesía gustará o no. Es cierto que tiene mucha influencia -o poder, si se quiere- en el mundillo literario español, y sin duda ha favorecido a sus amigos. También es verdad que sobran las ocasiones para decir ¡otra vez los mismos! cuando aparece con Almudena, Sabina, Benjamín, Felipe, García Posada, Rioyo... ¡sí, los mismos de siempre! Quiero decir que puedo entender hasta cierto punto las aversiones que García Montero despierta en algunos sectores. Puedo comprenderlas, pero me resulta imposible compartirlas.
Para empezar, porque se trata de un buen poeta. He oído a muchos cuestionar esta opinión, pero también los he visto luego remedando de mala manera los versos de El jardín extranjero o de Habitaciones separadas, pero en fin. No voy a defender en un post la poesía del granadino, que por lo demás ya tiene muchísimos valedores, pero sí romperé una lanza por el ser humano que hay detrás de esos textos.
Hace ahora 15 años, Mané y yo nos plantamos en la Universidad de Granada preguntando por aquel poeta y profesor que tanto nos interesaba. Queríamos fletar una revista literaria, no sabíamos muy bien cómo, y pensamos que no había nada como echarle morro a la cosa. Luis no sólo nos recibió, sino que fue de los primeros en enviarnos una colaboración (un poema que, creo, no ha sido recogido posteriormente), nos alentó y se ofreció para cuanto hiciera falta.
Lo mismo cuando, más tarde, grabamos el disco de poemas musicados Olla de grillos, con Juanlu Pineda a la cabeza, e incluimos un poema suyo en el repertorio. El poeta no tuvo el menor reparo en concedernos los oportunos permisos, es más, nos invitó una tarde a merendar a su casa de Rota y se mostró incluso agradecido (¡él, que es una figura cantada por Serrat!) por haberle seleccionado.
Entre una cosa y otra han venido después muchísimos encuentros. Últimamente, casi todos son ruedas de prensa, y no hay una vez que Luis no tenga el detalle de acercarse, saludarte con educación y con afecto, tener la deferencia de acordarse de tu nombre, de preocuparse por cómo te va, si resolviste tal o cual problema, e incluso de emplazarte en algún próximo encuentro.
Esta tarde, los plumillas volvimos a estar con él conversando sobre Vista cansada, su reciente y hermoso poemario. Tuvo esa actitud amable con todos, y al menos yo salí de allí reafirmándome en la idea de que García Montero es una persona buena y generosa, y de la que uno puede aprender mucho.
Ya sé que todo el mundo es así, pero me pregunto cómo es posible que la mayoría -por un tonto pudor, digo yo- ponga tanto esfuerzo en disimularlo, hasta el punto de parecer todo lo contrario.

martes, 1 de abril de 2008

Carlos Pacheco: altos vuelos

Otra de las anécdotas de Vázquez de Sola que más me gustan refiere un día en que el artista tenía que entregar unas viñetas y su hijo pequeño no paraba de molestarle jugando alrededor. "¿No ves que papá está trabajando?", le recriminó Andrés, a lo que el tierno infante repuso: "Si si, trabajando... ¡Haciendo dibujitos!"
El mundo puede pensar lo que quiera, pero yo reconozco sentir una profunda admiración hacia quienes se ganan la vida haciendo dibujitos. A la entrada de mi casa de Cádiz tengo un apunte de Mortadelo firmado por el mismísimo Ibáñez, que es tanto como decir el hombre que llenó cientos de horas de mi infancia con sus ocurrencias y sus personajes. Y ayer entrevisté a Carlos Pacheco decidido a aumentar la colección.
Pacheco, sanroqueño de origen, ha volado tan alto en el mundo de los cómics de superhéroes que ya no tiene techo. Trabajar en DC y en Marvel, asumir a Superman, Los 4 Fantásticos o Los Vengadores es como triunfar en la NBA para un jugador de baloncesto o como salir al espacio para alguien que aspira a ser astronauta. Yo, lo confieso, era más de Daredevil -cuando aún se llamaba Dan Defensor- y de la Patrulla X, y subrayo el "era de" porque uno tenía de veras una sensación de pertenencia a algo más noble y trascendente que un club de fútbol o un pelotón scout: cuando se trataba de salvar a la Humanidad, había que dejarse de pamplinas.
Pacheco, que inauguró ayer en Sevilla la exposición Y sin embargo, vuelan, se gana la vida así, fundando mundos, fabricando sueños, haciéndonos creer que nuestras manos pueden lanzar rayos y nuestros sentidos atravesar todas las barreras. Antes de marcharme le pedí, no sin arrobo, un dibujito. Me hizo una cabeza de Spiderman enfundada en su malla. Sí, ser dibujante es una pasada. Pero a veces tampoco está tan mal esto de trabajar para el Daily Planet.

Javier Tejada, jugar a la ciencia

Acostumbrado a bregar con escritores y gente del arte en general, no es frecuente que tenga que entrevistar a científicos. Ayer me tocó -y fue una suerte- conversar con Javier Tejada, catedrático de física que junto a Eugene Chudnovsky y Eduardo Punset ha publicado una interesante y amena introducción al saber científico, El templo de la ciencia. La charla fue tan agradable que me olvidé de que pertenezco a una promoción que nos dividía entre gente de Ciencias y gente de Letras, e incluso de que todavía no sé cómo pude aprobar Matemáticas II en COU. Pero estos tres sabios tratan precisamente de superar esos prejuicios, muy similares a los que invitan a decir, por ejemplo, que la poesía no hay quien la entienda.
Le recordé a Tejada una idea de Enzensberger, según la cual las matemáticas, la física o la química han avanzado tanto en las últimas décadas, que no basta con tener sólo nociones escolares para acercarse a la realidad actual de estas disciplinas. Él insistió en que se trata de hacer que la gente vea con claridad, y todo será más fácil. Pura cuestión de didáctica, vamos. Me mostré un poco desconfiado, la verdad. Pero luego recordé a un premio Nobel de química que entrevisté hace años, Harold Kroto. El inglés trabajaba a menudo con niños de la siguiente manera: construía estructuras de plástico con forma de tal o cual molécula, y las tiraba al césped para que los chavales las lanzaran por el aire, se las pasaran de mano en mano o las patearan. "Cuando están familiarizados con ellas, entonces empezamos a hablar de química", explicó.
Habría que hacer lo mismo con la poesía. Urgentemente.

Otras lecturas/relecturas del mes de marzo

Antonio Ungar. Zanahorias voladoras.
Brendan Behan. Mi Nueva York.
Roberto Bolaño. La pista de hielo.
Fernando Vallejo. El fuego secreto.
Luis García Montero. Vista cansada.
Charles Bukowski. Guerra sin cesar.
Agustín Fernández Mallo. Nocilla experience.
Juan Lamillar. La hora secreta.
Francoise Sagan. Bonjur tristesse.
Félix Grande. Parábolas.
Quim Monzó. Mil cretinos.
Paul Morand. Nueva York.
William Saroyan. Cosa de risa.
Claudio Magris. El infinito viajar.