lunes, 2 de septiembre de 2013

Juan Gómez Macías, un homenaje


Por hallarme fuera de la provincia y sin buena conexión, no pude asistir al homenaje del pasado viernes, día 30 de agosto, al sanroqueño Juan Gómez Macías. En este país ingrato, homenaje es una palabra tan asociada ya al adjetivo póstumo que ha terminado dando grima. Carlos Edmundo de Ory, por ejemplo, le tenía tanta aversión que, si organizaban alguno en su honor, pedía que se denominara oleaje. Tampoco ayuda la etimología, que vincula el término a la sumisión y el vasallaje. Pero si aceptamos su sentido más popular, el del reconocimiento público, deberíamos empezar a perderle el miedo a tributar homenajes, y sobre todo a personas de tan indiscutible mérito como Juan.

Recuerdo como si fuera ayer la primera exposición suya que vi, en el Museo de Cádiz, mano a mano con Fe Rodríguez. El modo en que el color luminoso de sus formas, que todavía no he sabido si son abstracciones figurativas o figuraciones abstractas, y poco importa, me atraparon. Su pincel te permite, desde luego, identificar formas y espacios justo antes de que ese cromatismo disolvente los descomponga, o las composiciones fragmenten el lienzo en una fascinante ventana múltiple. Esa es la mirada que nos sirvió para ilustrar una de las más hermosas portadas de nuestra revista Caleta. La mirada que ilustró la portada de mi primer cuadernillo de poemas; cuadernillo que, por cierto, también le debo a él como director de un Aula de Literatura de San Roque por donde pasaron tantos y tan grandes nombres que casi me da apuro ver el mío en su catálogo. Conservo aquel dibujo como acaso Tita Cervera nunca conservará sus Van Gogh. 

En cualquier caso, la fe que puso Juan invitándome a mí y a otros jóvenes gaditanos a formar parte de aquel impresionante programa sí habla a las claras de su personalidad, del modo en que esa mirada crisol de la que hablaba antes es siempre una mirada hacia delante. Como hablan de él ese tesón de años, el empeño en dinamizar, sin desfallecimiento que valga, la cultura de una zona tan castigada en todos los sentidos como es el Campo de Gibraltar. Su probado amor por la poesía, que le llevó a escribir su propio poemario -y con resultados nada desdeñables, por cierto-, se armoniza a la perfección con su actitud vigilante, con un compromiso cívico insobornable, de acción permanente y vehemente espíritu de denuncia. Desde los atropellos a nuestros derechos a los desmanes contra la Naturaleza, los enemigos de la sociedad y del medio ambiente tienen siempre enfrente a Juan Gómez Macías.

Pero si todos estos elementos de juicio fueran pocos, quiero terminar subrayando una cualidad de Juan que me vino a la cabeza de inmediato cuando supe lo de su homenaje: su hospitalidad. El modo en que siempre nos ha hecho sentir que las puertas de su casa y las puertas de su mundo estaban abiertas. Recordé las estancias de Fernando Quiñones en casa de los Macías, sembradas -como no podía ser de otro modo- de anécdotas desopilantes. Recordé la estancia del joven Ilya U. Topper, cuando todavía era un chaval seminómada que empezaba a sentir con fuerza la llamada de las letras, pero que ni en sus mejores sueños se imaginaba siendo reportero en Estambul. O las de su padre, Uwe Topper, cuando fatigaba los montes junto a Uta en busca de pinturas prehistóricas. 

Son solo algunos ejemplos de amigos comunes que han conocido ese abrazo, lleno de verdad, de Juan. Hay muchos más. No nos ha hecho falta escribirnos a diario ni felicitarnos el santo por teléfono para que la amistad se mantenga a lo largo de los años: él sigue igual, con la misma venerable barba cana; pero nosotros, los de entonces...¡ay! Amistad que se ha prolongado de algún modo en la que mantengo con su hijo, el fabuloso pianista Juan Galiardo, amistad impermeable y sin fecha de caducidad. Amistad que justifica, con creces, que por una vez no nos suene malamente esa dichosa palabrita, homenaje.              

Otras lecturas/ relecturas del mes de agosto


David Abulafia. El gran mar.
Baltasar Porcel. Mediterráneo, tumultos del oleaje.
Richard Ford. Flores en las grietas.
John Fante. El vino de la juventud.
Zajar Prilepin. Patologías.
Zouhir Louassini. En brazos de Condoleezza pero sin bajas.
Slavoj Žižek. Sobre la violencia.
Mario Vargas Llosa. La civilización del espectáculo.
Gilles Lipovetsky. La sociedad de la decepción.
Isaac Rosa. La habitación oscura. 
Attila Josef. Poemas.
Henrik Nordbrandt. Nuestro amor es como Bizancio. 
San Juan de la Cruz. Cántico espiritual.
Federico García Lorca. Poeta en Nueva York.
Federico García Lorca. Diván del Tamarit.
Pablo Neruda. Veinte poemas de amor y una canción desesperada.
Juan Manuel Roca. Biblia de pobres.

lunes, 5 de agosto de 2013

Otras lecturas/ relecturas de abril, mayo, junio y julio

Johnny Ryan. Pudridero 2.
Paco Ignacio Taibo II/ Eko. Pancho Villa toma Zacatecas.
Guy Delisle. Crónicas de Jerusalén.
Liniers. Macanudo 8.
Sammy Harkham. Todo y nada. 
Pep Brocal. Alter & Walter o La verdad invisible.
Daniel Clowes. El rayo mortal.
Paco Alcázar. Huracán de sensatez.
Maximilien Le Roy / A. Dan. Thoreau. La vida sublime.
Mauricio Wiesenthal. Siguiendo mi camino.
Mauricio Wiesenthal. Perdido en poesía.
Remedios Zafra. (h)Adas. 
Carla Carmona. En la cuerda floja de lo eterno.
José Luis Pardo Torío. Estética de lo peor. 
Guy de Maupassant. La vida errante.
Rainer Maria Rilke. En Ronda.
Mauro Corona. El fin del mundo equivocado.
Dacia Maraini. Bagheria.
Maurizio Serra. Malaparte, vidas y leyendas. 
Rory Carroll. Comandante. La Venezuela de Hugo Chávez.
Saul Bellow. Jerusalén ida y vuelta.
Henry Miller. Big Sur.
Jerome Ferrari. Donde dejé mi alma.
Dino Buzzati. El desierto de los tártaros.
Dino Buzzati. El gran retrato.
Leonardo Sciascia. Para una memoria futura (Si la memoria tiene un futuro).
Erri de Luca. Tú, mío.
Danilo Kiš. Una tumba para Boris Davidovich.
Danilo Kiš. Enciclopedia de los muertos.
Danilo Kiš. Lección de anatomía.
Srdjan Valjarević. Lago de Como.
Velibor Čolić. Los Bosnios. 
Pablo Martín Sánchez. El anarquista que se llamaba como yo.
Laura Freixas. Una vida subterránea (Diario, 1991-1994).
Llucía Ramis. Todo lo que una tarde murió con las bicicletas. 
Betina González. Las poseídas.
José María Conget. La mujer que vigila los Vermeer.
Miquel Martí i Pol. Un día cualquiera.
Pere Gimferrer. Alma venus.
José Ramón Ripoll. Piedra rota.
Joan Margarit. Se pierde la señal.
Antonio Hernández. Nueva York después de muerto.
Manuel Moya. Apuntes del natural.
Rafael Suárez Plácido. Simulacro. 
Carmen Moreno. Relámpagos.
Nacho Montoto. Tras la luz.

miércoles, 3 de abril de 2013

Otras lecturas/relecturas del mes de marzo

Boris Groys. Obra de arte total Stalin.
Mircea Eliade. El mito del eterno retorno.
Paul Virilio y Enrico Baj. Discurso del horror en el arte. 
Curzio Malaparte. Muss/El gran imbécil.
Erri de Luca. El crimen del soldado.
Teju Cole. Ciudad abierta.
Gabi Martínez. En la Barrera.
José Carlos Llop. Diarios.
José Carlos Llop. El Japón en Los Ángeles. 
José Miguel Vilar-Bou. Diario de un músico callejero.
José Esteban. La generación del 98 en sus anécdotas.
Paul Éluard.  El Amor a la Poesía.
Fernando Pessoa. 35 sonetos.
Juan Gustavo Cobo Borda. Poesía reunida.
VV.AA. Geometría y angustia. 
José María Micó. Caleidoscopio.
Jaime Siles. Canon.
Juan Vicente Piqueras. Atenas.
Juan Pablo Zapater. La velocidad del sueño.
José García Villa. Un monje azul come pasas rosas.
Luna Miguel. La tumba del marinero.


jueves, 28 de marzo de 2013

20 años (IV) Medios desmemoriados


El historiador Fernando García de Cortázar vino a verme en la redacción. Como demoré unos minutos en llegar, se entretuvo conversando en la entrada con Pepe, el portero, y cuantos iban asomando por allí a primera hora de la tarde. "No me ha reconocido nadie", me dijo un poco herido en su orgullo. "Bueno, Fernando, ya sabes, por aquí pasa mucha gente", balbucí. "No, no los defiendas, después de 60 libros alguien debería saber quién soy", protestó con una sonrisa. Es cierto que hace quince o veinte años, este profesor estaba más presente en los medios, sobre todo a partir del éxito de su Breve historia de España, que es algo así como el best-seller del ramo. Pero en los últimos tiempos, ni siquiera el premio Nacional de Historia que le dieron en -voy a comprobarlo- 2008 ha logrado devolverle aquella popularidad.

Hice ver entonces al historiador que los periódicos, todos, se han quedado sin memoria en muy poco tiempo. He oído a muchos directores presumir de plantilla joven, pero a ninguno hablar con orgullo de su contingente de veteranos. Hace aproximadamente una década, empezó a estar mal visto (por alguna razón que desconocemos) que los cuarentones fueran a ruedas de prensa. Las canas y las patas de gallo parecían chocantes, desde un punto de vista estético, en un contexto que cada vez iba a parecerse más a una clase de alumnos obedientes. Aquéllos fueron entonces recluidos a las redacciones, siguiendo otra tendencia del periodismo moderno: menos calle y más computadora. Además, ¿qué podían aportar los perros viejos del oficio? ¡Memoria! ¿Y quién sería el tonto dispuesto a pagar por la memoria en la era de la Wikipedia?

El paso del papel a internet -me parece estar viendo la oficina sumergida de El País en Miguel Yuste, como un hormiguero febril, cuando comenzaba el proceso- vino acompañado de una fe ilimitada en el CD-Rom y los nuevos dispositivos de almacenamiento. Hace un par de semanas, la red se movilizó para protestar contra la destrucción en París del archivo del fotógrafo Daniel Mordzinski. ¿Sabemos cuántos archivos fotográficos y documentales de periódicos se han perdido en los últimos veinte años? Yo conozco al menos dos, uno completo y el otro seriamente diezmado. Nadie soltó una lágrima por ellos: tocaba mirar hacia delante, hacia un futuro de banda ancha, intacto, listo para ser escrito desde cero.

A nadie extrañó que, con la llegada de la crisis, los veteranos fueran los primeros corderos del sacrificio: o bien resultaban demasiado caros (a fuerza de acumular trienios, algunos habían incluso trascendido su condición de mileuristas), o bien se les acusaba de haberse quedado atrás, incapaces de adaptarse a ese nuevo perfil de periodista que es a la vez redactor, fotero, blogger y community manager mientras barre a su paso con una escoba en el culo. Puestos fundamentales, como el de corrector, fueron erradicados por los nuevos gurús de Recursos Humanos: agradézcanles a ellos las faltas de ortografía que han leído en los últimos años. A otros veteranos que eran excelentes periodistas no hizo falta despedirlos: a algunos se les dio cargos de coordinación tan abrumadores que quedaba garantizado que no tuvieran tiempo para escribir un solo párrafo, pues ya sabemos que la estructura de los periódicos impide promocionar haciendo la misma tarea; otros muchos acabaron en gabinetes de prensa, poniendo su talento al servicio de una información orientada hacia intereses concretos, por muy legítimos que sean. Y así todo. Para sorpresa de García de Cortázar, en los periódicos sevillanos hoy cuesta mucho encontrar a alguien que fuera periodista durante la Expo'92, no digamos a gente que haya informado sobre la Transición española.          

Cuando empecé a escribir en prensa, compré un montón de archivadores de cartón y empecé a guardar en ellos recortes, apuntes, datos que pudieran servirme para eventuales entrevistas o reportajes. Se dividían en Temas (drogas, Guerra Civil, arte, medio ambiente...), Nombres y Países. Fue mi Wikipedia casera. Pero lo que de veras me sirvió fue contar con la posibilidad de llamar a veteranos que no sólo podían poner a mi disposición alguna información, sino también los matices necesarios: cuidado con este político que siempre sale por aquí, pregúntale a Fulanito por tal anécdota, ojo con eso que te venden como nuevo, fue lo mismo que propusieron hace mil años... 

La memoria no es sólo una suma de datos objetivos ordenados: también existe una memoria sentimental, una memoria de lo visto y lo vivido, que no puede reemplazarse con fondos documentales más o menos verificados. Y sin embargo, se ha reemplazado. El Alzheimer ha conquistado los medios a una velocidad que pondría los pelos de punta a cualquier gerontólogo, al tiempo que -como traté de contar ayer- se frustra el proceso de aprendizaje de los chavales que salen de la Facultad. La situación ha llegado a tal extremo, que no conozco a ningún periodista en su sano juicio que esté convencido de poder jubilarse dentro de la profesión. Perdón, ¿he dicho jubilación? ¿Quién se acuerda ya de eso?        

miércoles, 27 de marzo de 2013

20 años (III) Desarrollo natural


La muerte de un oficio pasa, a menudo, por la dificultad para transmitirlo de una generación a otra. Cualquiera que visite una facultad de Ciencias de la Información pensará que al periodismo aprendices no le faltan (hace como 15 años oí decir a Cebrián que ni todo el mercado europeo podía absorber la cantidad de alumnos que salían de nuestras universidades), pero cada vez hay menos oportunidades para aprender.

Como mucha gente sabe, pertenezco a la última generación de intrusos, gente procedente de otras ramas que cayó en el periodismo por azar y tuvo su oportunidad en él. Al cabo de los años he tenido a mi cargo a bastantes estudiantes que, bajo la ambigua figura del becario, necesitaban que alguien les fuera enseñando lo que no se aprende en la escuela: las rutinas de la redacción y las ruedas de prensa, la práctica de las normas de estilo, las habilidades para titular, componer noticias o preparar entrevistas, la creación de tu propia agenda... Pero sobre todo, necesitaban equivocarse, y aprender de sus errores. 

Esas prácticas permitían a las empresas, previa evaluación, fichar a los alumnos prometedores, y en todo caso colocaban a los estudiantes en la pista de la vida real, como un imprescindible puente entre el aula y el mundo laboral. En ellas, los jóvenes adquirían también un sentido de la dignidad que los vacunaba contra los empresarios aprovechados. Al mismo tiempo, su presencia refrescaba las redacciones, obligaba a los veteranos a no apalancarse y a aprender, también ellos, de la savia nueva de la profesión. Porque un becario, hasta el más brillante, da trabajo, mucho trabajo, pero la buena inversión siempre produce beneficios -sobra decir que no sólo económicos.

Ese desarrollo natural ha quedado truncado dramáticamente por la situación actual, en el que plantillas diezmadas por los despidos se oponen, como es lógico, a la entrada de aprendices que corren el riesgo de ser usados como mano de obra barata. Por su parte, los estudiantes empiezan a ver con desaliento que sus posibilidades de crecer menguan cada día, y conozco a muchos que, a pesar de su firme vocación y sus capacidades, están abandonando la idea de dedicarse algún día al periodismo. 

Como en los gremios artesanos, la profesión va camino de quedar en manos de voluntariosos idealistas, esos que nunca han de faltar, pero sobre todo se cierne sobre ella la amenaza del amateurismo: la sensación de que la prensa es un hobby, un divertimento, un capricho, pero no una profesión que se aprende y se perfecciona con los años. De acuerdo, muchos empezamos con lo puesto, en periódicos universitarios, en boletines de barrio, en fanzines, en pequeñas emisoras pirata. Estuvimos mal pagados, sin medios, incluso sin audiencia. Pero nunca estuvimos solos.       

martes, 26 de marzo de 2013

20 años (II) Hágalo ud. mismo



El primer paso para que desaparezca un oficio es la convicción de que los profesionales que lo ejercen son prescindibles. Una de las formas más efectivas para lograrlo es el consabido "hágalo usted mismo". Cuando empezábamos en esto, un testigo era una fuente. El periodista acudía al lugar de los hechos -entonces había tiempo- e interrogaba a cuantos pudieran proporcionar información. Con todos esos testimonios, y otros que pudiera recoger levantando teléfonos y tomándose cafés, elaboraba una información cuya máxima consigna era la objetividad.

Ese viejo sistema de trabajo, que con variantes se reproducía en las secciones de Sucesos, Cultura o Deportes, empezó a ser tácitamente cuestionado algunos años atrás. Cuando uno de los grandes periódicos españoles inauguró una sección titulada Yo, periodista, en la que se animaba a los lectores a cruzar el espejo y sentarse en la silla del redactor, o ponerse el chaleco del fotero, no se estaba apostando por un periodismo close-up, sino colaborando con el descrédito de la profesión. ¿Quién necesita un periodista, cuando cualquier vecino con un ordenador y una cámara puede serlo? ¿Para qué la deontología, el saber, la experiencia, la concisión o el estilo, cuando se pone a nuestro alcance la fantasía de una información pura y sin refinar, unos medios sin intermediarios?

Otro síntoma de esta tendencia fue la creciente producción de información oficial por parte de los gabinetes de prensa, cada vez más numerosos -todos: instituciones, partidos políticos, empresas, artistas, entendieron que era imprescindible tener uno-, al mismo tiempo que se limitaba la posibilidad real del periodista de abordar por su cuenta el objeto de la noticia. Entrevistas precocinadas, cuestionarios pactados, dossieres propagandísticos han acabado ganando terreno, cuando no usurpando las labores propias del oficio. Hoy nuestra agenda está más dictada por las convocatorias que nos llegan que por las citas que urdimos, lo que da como resultado una escalofriante homogeneidad en los contenidos de unos medios y otros. La rueda de prensa sin preguntas, inimaginable hace apenas diez años, se ha convertido en una nefasta costumbre que atenta frontalmente contra la libertad de expresión.        

De todo esto se ha hablado mucho, sin que nadie haya encontrado aún el modo de conjurar esta tendencia. El éxito de las redes sociales, que a menudo actúan como íntimos magazines,  periódicos hechos a nuestra medida protagonizados por nuestros parientes y amigos, ha acabado por despojar al periodista, como ya apunté ayer, no sólo de su aura romántica, sino también de sus atributos y responsabilidades. Una curiosa señal de alarma al respecto es la circunstancia, cada vez más común, de que un entrevistado te diga cómo debes titular la pieza, qué debes destacar e incluso qué preguntas debes formularle. Probablemente esa tentación ha existido siempre, pero hoy se cede a ella con un desparpajo que asombra. Me cuesta creer que los pacientes de los ambulatorios le digan al médico de turno cómo debe poner la inyección, o al piloto qué ruta es la mejor para llegar a Orly, o al arquitecto dónde debe ir la viga maestra.  

Tampoco es que debamos atrincherarnos en la soberbia; si algo sabemos es que nunca dejaremos de aprender y que, por supuesto, forma parte de nuestro trabajo aceptar sugerencias. Pero esa sensación de que nos toman por obedientes escribas, por dóciles amanuenses al dictado de cualquiera (un político, un empresario, un intelectual...) me hace preguntarme con un escalofrío si sólo nos verán así, o nos habremos convertido efectivamente en eso como un primer, necesario paso hacia la extinción.